lunes, 12 de febrero de 2007

Yahvé, Jesús y Jesucristo

Ya de antemano anuncio que ni este post lo escribiré yo, ni resultará ameno a quienes no estén interesados en el tema. Paco, Bibi, quizá Iñaki. Flecha, es tan bizarro que te aburrirá, sin duda. Incluso más bizarro que Chanquete Resurrection (bueno, qué coño, no tan bizarro).

La editorial Taurus publicó hace un año un libro titulado "Jesús y Yahvé: los nombres de la divinidad", en donde Harold Bloom, pasando por fin un poco de su papel de Papa de las letras, analiza directamente las evidentísimas diferencias entre el Dios del Antiguo Testamento y el del nuevo. Como él mismo dice: "Mi único propósito es sugerir que Jesús, Jesucristo y Yahvé son tres personajes totalmente incompatibles, y explicar cómo y por qué eso es así."

He leído casi toda la obra de este hombre a conciencia, y creo que donde de verdad brilla es en el análisis de textos religiosos. Os dejo un gigantesco comentario de él mismo sobre las intenciones de su propio libro, que vale 20 euros y tiene poco más de 250 páginas.
¿Es pesado? Depende; a mí no me lo parece. Con el texto que os pego ahora podréis ver si os resulta interesante o no.
Aquí está:


"Este libro se centra sobre tres figuras: una persona más o menos histórica, Jeshúa de Nazaret; un Dios teológico, Jesucristo, y un Dios humano, demasiado humano, Yahvé. Resulta inevitable que esta afirmación inicial parezca polémica, pero, no obstante, mi única pretensión es aclararla (si soy capaz de ello) y no en modo alguno ofender.

Casi todo lo que sabemos de Jeshúa emana del Nuevo Testamento y de textos afines o heréticos. Todos ellos son tendenciosos: pretenden algo de nosotros, en cuanto que lectores u oyentes: entre otras cosas, convertirnos.

Si afirmo que Jeshúa es "más o menos histórico", lo que quiero decir es que casi todo lo verdaderamente importante de él me llega a través de textos de los que no puedo fiarme. Cada vez que se pretende encontrar al "Jesús histórico" invariablemente se fracasa, incluso aquellos investigadores más responsables.

Éstos, por meticulosos que sean, se encuentran a sí mismos, y no al esquivo y escurridizo Jeshúa, el enigma entre enigmas. Todos los cristianos creyentes que conozco, en los Estados Unidos o en el extranjero, poseen su propio Jesús. San Pablo admitió que él mismo se había transformado en todas las cosas para todos los hombres: quizá ésa sea la única y auténtica afinidad del gran apóstol y su salvador.

Por mucho que se suspire por él, nunca se podrá conocer al Jeshúa histórico. Jesucristo es un Dios teológico presentado por tradiciones rivales: la ortodoxa oriental, el catolicismo romano, los protestantismos normativos -el luteranismo, el calvinismo y sus variantes-, y viejas y nuevas sectas, muchas de ellas de origen norteamericano. Casi todas estas miríadas de cristianos rechazarían al instante mi conclusión de que Jesucristo y su padre putativo, Yahvé, no parecen dos personas que comparten la misma sustancia, sino que más bien parecen hechas de sustancias muy distintas.

Yahvé, desde Filón de Alejandría hasta el presente, ha sido alegorizado hasta el infinito, pero es sublimemente terco, y no puede ser despojado de sus rasgos de personalidad y carácter humanos, demasiado humanos. Puesto que parece haber elegido el exilio o el eclipse, aquí y ahora, o porque quizá es culpable de deserción, uno entiende por qué los dioses teológicos lo han desplazado. Jesucristo, el Espíritu Santo y la Virgen María se han convertido, en la práctica, en la Trinidad. Yahvé mengua para convertirse en un remoto Dios Padre o se disuelve en la identidad de Jesucristo. Hablo desde un punto de vista puramente descriptivo, y espero desembarazarme de cualquier intención irónica, tanto ahora como en el resto del libro.

Mi cultura es judía, pero no formo parte del judaísmo normativo: decididamente no confío en la Alianza. Los que tienen fe en ella, o los que aceptan la sumisión al islam, afirman que Dios es Uno, y que Jesús no es Dios, aunque el islam lo considera un profeta predecesor del mensajero definitivo de Alá, Mahoma. El monoteísmo de judíos y musulmanes es estricto y permanente.

Pero ¿cuál es precisamente el valor del monoteísmo? Goethe, un gran ironista, observó: "En cuanto que estudiosos de la naturaleza somos panteístas; en cuanto que poetas, politeístas; en cuanto que seres morales, monoteístas". Incluso Freud, que no era nada teísta, fue incapaz de repudiar la idea de que el monoteísmo había sido un progreso moral en relación al politeísmo. Freud, que era ateo, siguió siendo beligerantemente judío, pero de nuevo, ¿por qué su libro, traducido entre nosotros como Moisés y la religión monoteísta, asume tan fácilmente que a la hora de juzgar como es debido el movimiento que nos aleja del politeísmo hemos de considerarlo un "progreso espiritual"? ¿Por qué "la idea de un Dios más augusto" es acogida con más facilidad por el psicoanálisis que los dioses laberínticos de Egipto o los brutales dioses de los cananeos?

La respuesta parece estar en la interiorización, tanto de la autoridad como de la paternidad, que tiene lugar en el Yahvé de Moisés. Philip Rieff fue el primero en darse cuenta de ello, a partir de finales de los cincuenta hasta mediados de los sesenta, antes de que la Revolución Cultural nos diera al Freud más desaforado de Herbert Marcuse y Norman O. Brown. Ahora, a principios del siglo XXI, un regreso a Rieff reivindica sus intuiciones, que fueron anticipadas por el profeta Jeremías, cuya visión de la Alianza fue que Yahvé escribiría la Ley en lo más íntimo de nuestro ser.

Cuando Jeshúa fue transformado en un Dios teológico, primero por la cristología del Nuevo Testamento, y luego, de manera más decidida, por la filosofía helenística, no puedo afirmar taxativamente hasta qué punto quedó deformado, pues a Pablo le interesaba poco la personalidad de Jeshúa, y los Evangelios Sinópticos (los Evangelios canónicos menos el de Juan) están con frecuencia bajo la influencia de aquél. Pero el Yahvé del texto original, ya metamorfoseado, pues su Redactor se basa a menudo en el Autor Sacerdotal y en el Deuteronomista, prácticamente se desvanece entre los grandes rabinos normativos del siglo II e.c. (era común): Akiba, Ismael, Tarfón y sus seguidores.

Una lectura errónea

Para Freud, toda religión se reduce a añorar al padre, una ambivalencia edípica que convierte El porvenir de una ilusión en su libro más flojo, pues se basa secretamente en una lectura errónea de Hamlet, y éste con quien tiene verdadera afinidad es con Montaigne y no con Cristo. La identificación de Freud con Moisés hace que Moisés y la religión monoteísta sea, de entre los textos más fantasiosos de Freud, uno de los más poderosos: en él, Yahvé, el Dios guerrero, es civilizado por el remordimiento que provoca en los judíos el hecho de haber asesinado a Moisés, un hecho que sólo ocurre en la imaginación de Freud.

Ese hecho civilizador, con todo el malestar cultural que crea, es lo que Freud denomina "monoteísmo", y es, por su parte, una interpretación asombrosa. Este "monoteísmo", de hecho, es una represión que funda una civilización benévola, mientras que el politeísmo es visto como un regreso a un estado de la naturaleza hobbesiano, en el que la vida se convierte en algo desagradable, brutal y breve. Las extrañas transposiciones de Freud funcionan porque nos retornan al Yahvé del Escritor J (el autor original de la parte más poderosa de lo que ahora llamamos Génesis, Exodo y Números), que nos otorga la Bendición de "más vida en un tiempo sin límites".

Freud estaba obsesionado con el Moisés de Miguel Ángel, que, según él, mostraba al profeta en el momento de guardar las Tablas de la Ley, y no justo cuando se disponía a arrojarlas al suelo, furioso por su decepción al ver que su pueblo adoraba al Becerro de Oro. El autocontrol de Moisés se funde con la sublimación freudiana de los deseos instintivos. Yahvé es apenas una sublimación. ¿Lo es Jesús? En Marcos, no, pero sí en Mateo, como explicaré más adelante. No obstante, es posible que el análisis freudiano de los deseos humanos sea irrelevante en relación con Yahvé y Jesucristo, sean éstos dos dioses o uno solo.

¿Por qué, en concreto, importa saber si el cristianismo supone o no un retorno al politeísmo, tal como insisten en afirmar, de maneras distintas, los rabinos y Mahoma? A pesar de la brillantez de la teología cristiana, que culmina en Tomás de Aquino, la Trinidad es una estructura sublimemente problemática, y no sólo porque separa el concepto de persona del de sustancia, sino también porque propone al Espíritu Santo como una tercera persona crucial junto al Padre y al Hijo, algo de lo que el Nuevo Testamento ofrece muy pocos testimonios.

Al menos, no recuerdo ni un solo pasaje de los Evangelios Sinópticos que identifique de manera inequívoca a Jesús con Dios: una categoría que sólo alcanza en Juan, y que nace claramente de las ofensivas de ese Evangelio contra aquellos que airadamente denomina "los judíos". Sin embargo, ni siquiera en Juan se da nombre a esa categoría. Para Juan existe un vínculo entre Yahvé y Jesús, pero no se amalgaman del todo.

Metáforas doctrinales

Casi ningún cristiano, tanto en los Estados Unidos como en los demás países, es teólogo, por lo que las metáforas doctrinales tienden a ser tomadas al pie de la letra. Es algo que tampoco hay que deplorar, y sospecho que lo mismo ocurría con los primeros cristianos, sólo que éstos eran casi pre-teológicos. Lo que me resulta cada vez más claro es que el surgimiento de Jesús-en-cuanto-que-Dios creó, en la práctica, lo que luego se iba a convertir en la teología cristiana.

Otra manera de expresar lo mismo consiste en afirmar que, desde el principio, Jesucristo no era Jeshúa, sino un Dios más teológico que humano. Los misterios de la Encarnación y de la Resurrección tienen poco que ver con el hombre Jeshúa de Nazaret, y, de manera sorprendente, poco que ver incluso con Juan y Pablo, si los comparamos con los teólogos que siguieron su estela.

Yahvé era y es la personificación de Dios más misteriosa jamás concebida por la raza humana, y, no obstante, al principio de su carrera comenzó siendo el monarca guerrero del pueblo que denominamos Israel. Ya hablemos del primero o del último Yahvé, nos estamos enfrentando a una personalidad exuberante y a un carácter tan complejo que desentrañarlo es imposible. Me refiero tan sólo al Yahvé de la Biblia hebrea, y no al Dios de la obra totalmente revisada, la Biblia cristiana, con su Antiguo Testamento y su Nuevo Testamento, que da cumplimiento a aquél. Ni el historicismo más antiguo ni el más reciente parecen capaces de hacer frente a la total incompatibilidad entre Yahvé y Jesucristo.

Debacles divinas

En su libro Dios: una biografía, Jack Miles, el Boswell de Yahvé, nos presenta a un Yahvé que en sus comienzos se mueve en una suerte de auto-ignorancia mezclada con un poder absoluto y un alto grado de narcisismo. Tras diversas debacles divinas, decide Miles, Yahvé pierde interés por todo, incluso por sí mismo. Muy atinadamente, Miles nos recuerda que en el Libro Segundo de Samuel Yahvé le promete a David que Salomón encontrará un segundo padre en el Señor, una adopción que marca la pauta para cuando Jesús afirme ser hijo de Dios.

El Jesús histórico insistió de forma evidente tanto en su autoridad a la hora de hablar en nombre de Yahvé como en su íntima relación con su abba (padre), y no veo que en ello se diferencie demasiado de algunos carismáticos profetas de Israel que fueron sus precursores. La auténtica diferencia apareció con el desarrollo del Dios teológico, Jesucristo, con el que se rompe la cadena de la tradición. Aparte de todas las cuestiones relativas al poder, Yahvé diverge principalmente de los dioses de Canaán en que trasciende tanto la sexualidad como la muerte.

Hablando sin rodeos, a Yahvé no se le puede ver moribundo. La Cábala tiene una imagen de la vida erótica de Dios, pero impone severamente la tradición normativa de la inmortalidad divina. No encuentro nada en el cristianismo teológico que me resulte más difícil de comprender que la idea de Jesucristo como un Dios que muere y revive. La estructura de Encarnación-Expiación-Resurrección hace añicos el Tanakh -un acrónimo de las tres partes que componen la Biblia hebrea: la Torá (los Cinco Libros de Moisés), los Profetas y los Escritos-, así como la tradición oral judía. Cabe entender que Yahvé se eclipse, deserte o se autoexilie, pero el suicidio de Yahvé sin duda está más allá del hebraísmo.

Puedo objetar a mi argumentación que el Yahvé frecuentemente descomedido también supera mi entendimiento, y que Jesucristo es un triunfo imaginativo casi tan grande como Yahvé, aunque de una manera muy distinta. Mi vida es una eterna alternancia entre el agnosticismo y la gnosis mística, pero el judaísmo ortodoxo de mi infancia perdura en mí bajo la forma de un temor reverencial hacia Yahvé. No he leído ninguna otra representación de Dios que se acerque al Yahvé paradójico del Escritor J. Quizá debería omitir "de Dios" en esa frase, pues ni siquiera Shakespeare inventó un personaje cuya personalidad sea tan rica en contradicciones.

El Jesús de Marcos, Hamlet y don Quijote se hallan entre sus principales competidores, y también el Odiseo homérico que se transmuta en el Ulises cuya historia de exploración y ahogamiento reduce a Dante el Peregrino al silencio. Dennis R. MacDonald, en su libro The Homeric Epics and the Gospel of Mark (2000), argumenta que la cultura literaria de Marcos era más griega que judía, cosa que me parece convincente en la medida en que el eclecticismo del primer Evangelio resulta así enfatizado, aunque también un tanto discutible, pues el Dios de Marcos sigue siendo Yahvé.

El de Mateo es conocido, con razón, como "el Evangelio judío"; el Evangelio de Marcos es otra cosa, aunque podría haber sido escrito justo después de la destrucción del Templo y en medio de la matanza de judíos cometida por los romanos. En Hamlet encontramos un atisbo de los desconcertantes cambios de humor del Jesús de Marcos, así como de Yahvé. Si a don Quijote se le puede considerar el protagonista de las letras españolas, entonces sus enigmas también pueden competir con los del Jesús de Marcos y con los de Hamlet.

No podemos saber hasta qué punto el Escritor J se inventó el carácter y la personalidad de Yahvé, de la misma manera que el Jesús de Marcos parece, hasta cierto punto, una creación original, aunque sin duda informada por la tradición oral, como también lo fue el Yahvé de J. Me pregunto si el autor de Marcos no es el responsable de habernos presentado a un Jesús adicto a los dichos crípticos. En un contexto de "no puede saberse", donde lo que consideramos la fe paulina reemplaza al conocimiento, la brillantez de Marcos explota los límites de nuestra comprensión.

Su Jesús reafirma su autoridad, que a veces enmascara cierta melancolía respecto a la voluntad de Yahvé, el abba amoroso pero inescrutable. Sólo el Jesús de Marcos pasa toda la noche sufriendo porque la muerte está cerca. Si el sufrimiento de Jesús, como cree MacDonald, emula el de Héctor al final de La Ilíada, es algo que no podemos saber. Jesús muere tras pronunciar una paráfrasis en arameo del Salmo 22, una exclamación de su ancestro David, un pathos distante de la variedad homérica. Sin duda el Jesús real existió, pero nunca lo encontraremos, ni falta que hace. Jesús y Yahvé: Los nombres divinos no tienen como objetivo esa búsqueda.

Mi único propósito es sugerir que Jesús, Jesucristo y Yahvé son tres personajes totalmente incompatibles, y explicar cómo y por qué eso es así. De los tres seres (por llamarlos así), Yahvé es el que más me desconcierta y el que esencialmente predomina en este libro. Las interpretaciones erróneas de que ha sido objeto son infinitas, incluyendo a gran parte de la tradición rabínica y a la erudición censurada: cristiana, judía y laica. Sigue siendo el principal personaje literario, espiritual e ideológico de Occidente, se le den nombres tan diversos como Ein-Sof ("sin fin") en la Cábala o Alá en el Corán. Este severo diablillo, un Dios caprichoso, me recuerda un aforismo del críptico Heráclito: "El tiempo es un niño que juega a los dados; el Señor es el niño".

¿Dónde encontraremos el significado de Yahvé, o de Jesucristo, o de Jeshúa de Nazaret? No podemos encontrarlo y no lo encontraremos, y probablemente "significado" no sea la categoría más adecuada para buscarlo. Yahvé se declara incognoscible, Jesucristo queda totalmente sepultado bajo la descomunal superestructura de la teología histórica, y de Jeshúa todo lo que podemos decir es que es un espejo cóncavo, donde lo que vemos son todas las distorsiones en que se ha convertido cada uno de nosotros.

El Dios hebreo, como el de Platón, es un moralista enloquecido, mientras que Jesucristo es un laberinto teológico, y Jeshúa parece tan desamparado y solitario como cualquier persona que podamos conocer. Al igual que W. Whitman al final del Canto de mí mismo, Jeshúa está parado en algún lugar esperándonos."

3 comentarios:

Flecha dijo...

Tenias razon, me he aburrido y he llegado hasta la zona azul...
Solo me queda linkear esto Chanquete Resurrection

Anónimo dijo...

esta puta pagina es una mierda como una chavola llevo media ora buscando una puta informacion de l puto yahvé de los huevos y me entran con esta puta pagina ke tiene un nombre de lo ke buscava pero el puto contenido no es ese asi k ke les den muchpo por el culo vayanse ustedes a la puta chavola de mierdaaa!!!!!!!!!!!


askerooosooss coño!

Anónimo dijo...

Jesús y Yahvé. Los nombres divinos
Visto y no visto, nada más aparecer en castellano, el último libro de Harold Bloom ya figura entre los más vendidos. Y es lógico que así sea porque el prestigio de Bloom como ensayista es más que notable. Justificadísimamente notable; su estilo literario es agilísimo.

También tiene una muy aguda inteligencia para la crítica literaria y crea un orden argumental que continuamente sorprende al lector con sesgos y felices ocurrencias que suscitan en uno mismo la impresión –acertada– de que ha entrado en un reto a su propia capacidad de razonar y quebrar y recomponer continuamente el hilo lógico.

Quizás eso haya bastado para abrirle las puertas de los lectores europeos pese a que su erudición es anglosajona hasta un grado excluyente. En este libro no hay quizá ni una sola mención de un libro que no sea inglés o norteamericano. Incluso de los poquísimos autores que menciona y no son anglosajones, omite el título en que acaso se funda para mencionarlo. Y eso tiene un precio: con cierta frecuencia, atribuye a autores anglosajones tesis que son, en puridad, repeticiones o glosas de las de autores de otras lenguas. En un libro como éste, por ejemplo, que trata de Yahvé, atribuye el análisis lingüístico de ese nombre hebreo a un anglosajón de 1949 que, a la fuerza, tuvo que beber en el abrevadero de la exégesis bíblica francófona y alemana de toda una centuria anterior. No es este último comentario fruto de un mero prurito de erudición. Esa unilateralidad de las fuentes le lleva a sostener, como originales, tesis que se discuten desde hace casi un siglo o más de un siglo, algunas de las cuales ya no tienen la fuerza de antaño: la viejísima afirmación de que el cristianismo fue una creación de san Pablo, la distinción bultmanniana entre “el Jesús de la historia” y “el Cristo de la fe”, la subyacente datación de los evangelios, etcétera, no son propuestas de autores anglosajones de la segunda mitad del siglo XX, sino que tienen más años que Matusalén y han dado pie a un larguísimo debate en el que las cosas no han quedado tan claras como supone Bloom. El autor, sin embargo, tiene un cuarto recurso literario de primer orden, y es que expone esas hipótesis no sólo como anglosajonas, sino como tesis “establecidas”, incluso empleando este verbo, sin asomarse siquiera no ya al debate de los especialistas, sino a la mera advertencia de que ese debate existe. Su ensayismo es acusadamente apodíctico, agilísimamente dogmático.

La tesis del libro es sencilla y apasionante: no hay continuidad entre Yahvé y Jesucristo. Yahvé es el verdadero Dios de los judíos y Jesucristo no es fruto de la creencia de algunos judíos en que es no sólo el Mesías sino Dios Hijo. Yahvé –explica Bloom– era un dios extremadamente simpático, y tan humano que ni por asomo tenía la ocurrencia de hacer las cosas por amor, como el bueno de Jesucristo, en tanto que Jesús fue un judío de tantos a quien otros judíos helenizados –san Pablo el primero– convirtieron en Dios. Es, por tanto, un producto de la influencia de la cultura griega en la judía. No hay prueba de ello pero, según los argumentos de Bloom, no puede haberla; porque es imposible conocer al “Jesús histórico”. O sea que estamos en un callejón sin salida o, mejor, cuya mejor salida es divertirse con las ocurrencias del humanísimo Yahvé.

Bloom, en el libro, se declara agnóstico de formación judía; aunque, quizá sin darse cuenta, esta afirmación va matizándose progresivamente hasta parecer que nos quiere decir que es un judío –de religión yavista– que no se pregunta si cree o no cree en Yahvé, porque lo que realmente le atrae y divierte es la personalidad de Yahvé que el mismo Bloom es capaz, con su agudísimo análisis, de deducir de la Biblia. Al cabo, se impone en él el notable crítico literario que es, y no el exégeta que no es, ni tampoco el creyente. Más bien aflora una intensa creencia en su tradición familiar como estética en la que vale la pena zambullirse. Eso sí: es visible que le molesta que haya muchos norteamericanos que no sólo creen en Jesucristo Dios, sino que se consideran amados por él, cosa que nunca haría Yahvé, según Harold Bloom. Explícitamente mencionado, el fundamentalismo cristiano protestante made in USA (a la cabeza, Bush) lo convierte en coartada para que Yahvé ajuste cuentas con Jesucristo.


José ANDRÉS-GALLEGO